La Bienal Internacional de Arquitectura y Urbanismo de República Dominicana premia la
El monstruo que robó mi sonrisa
Por Ambiorixa Tueros
Lo había esperado tanto, como a nada en este mundo. Ese día estaba supuesto a ser el más feliz de todos los de mi vida. Y sí, sí estaba feliz, pero también asustada, nerviosa, atónita. Yo siempre estaba preparada para todo lo que traería consigo la existencia, la graduación de bachiller, la entrada a la universidad, iniciar nuevos retos profesionales, dejar mi país. Todo siempre estaba planeado, arreglado, y si se presentaban imprevistos pues los enfrentaba con gallardía y seguía adelante. Todo siempre fue así, hasta que llegó Vida.
La verdad es que nada, ni nadie me preparó para la labor más importante de todas: La maternidad. Durante los meses de embarazo (los que gracias a Hiperémesis gravídica y diabetes gestacional fueron un verdadero infierno) leí lo suficiente como para graduarme en teoría de la maternidad avanzada. Fue solo eso, teoría. Cuando llega la hora de la práctica todo se complica, se hace más grande, más difícil y nada absolutamente nada te prepara para ello.
No me mal interpreten, desde el primer momento que la tuve en mis brazos Vida se convirtió en mi vida, en lo mejor que he tenido conmigo, en mi persona favorita. Fue la bebé más llena de chispa, amor y carácter que he conocido, era como si sus expresivos ojos me estuvieran diciendo todo lo que sentía y pensaba. Pero algo dentro de mí no estaba bien. No fue sino hasta meses después que pude darme cuenta, empecé a sentir algo que nunca había sentido: Miedo. El más terrible de todos los miedos.
Miedo a perderle, a no estar ahí cuando me necesitara, a no hacerlo bien, a no ser la madre perfecta y aunque son sentimientos normales en todas las madres, especialmente las primerizas, pues los míos eran en gran escala y los excesos son siempre nocivos.
De repente un día, me miré al espejo y pude darme cuenta de que mis ojos estaban tristes, de que ya no sonreía, que los sentimientos de impotencia, ansiedad y desesperanza habían tomado por completo mi alma y solo habían dejado un pequeño espacio donde se permitían las sonrisas y el amor y ese estaba reservado solo para Vida y todo lo relacionado con Ella. A mí no me dejaron nada, a mí se lo llevaron todo.
Nadie podía entenderme. ¿Cómo? sí, ni yo misma podía. Los momentos en que no estaba cuidando de Vida eran un infierno, las noches eran interminables, el cansancio físico era aniquilador y la confusión mental extenuante y nadie sabía; pues ante todos siempre ponía mi mejor cara. Solo una cosa me mantuvo en pie, la sonrisa de Vida, sus ojos, sus manitas sobre mi cuello y sobre mi cara. Era como si con cada mirada me dijese: “No te rindas mama, te amo”.
Con el paso de los meses y al regresar al trabajo fuera de casa, la tensión se hizo mayor y mi situación empeoró. Llegaron a mi cabeza pensamientos y sentimientos funestos, recuerdo el día que llorando en el piso me balanceaba desesperada sin saber qué hacer. Quería dejar de sentir todo aquello, quería dejar de pensar y volver a ser yo.
Fue en ese momento cuando decidí que si quería salir con bien del hoyo en el que estaba debía pedir ayuda. Todas las personas a las que podía pedir ayuda estaban lejos, así que al día siguiente tomé el teléfono e hice una cita con la persona más indicada: mi doctora.
Después de ver especialistas y consejeros fui diagnosticada con Depresión Postparto y Ansiedad. De cada diez mujeres una se ve afectada por este terrible monstruo, del que pocas nos animamos a hablar.
Más común de lo que podemos imaginar, la DPP es uno de los tantos riesgos con que corremos las mujeres cuando ejercemos el poder de traer los hijos al mundo. Nos acecha y si nos toca puede afectar por completo el vínculo que estamos supuestas a desarrollar con nuestros pequeños y en casos extremos destruir por completo nuestras vidas.
El saber que está ahí, que puede ocurrirle a cualquiera es vital, como vital es que cada mujer embarazada reciba la debida orientación sobre qué hacer para identificarle y para evitar caer en ese agujero.
Me tomó tiempo volver a ser quien era, me tomó tiempo recuperar mi alma para poder seguir cuidando de mi hija, para poder disfrutarle y eso hice, y eso hago.
Entendí que no hay una madre perfecta. Aprendí que cada mujer con un niño en brazos está librando su propia batalla y que cada una de esas personitas que nos encargamos de traer a este mundo es diferente y cada madre hace lo mejor que puede.
Aprendí que no importa si la casa no se ha ordenado, si pasamos un día en pijamas, que nada pasa si se ensucia la ropa en el lodo, aprendí a tirarme en la grama a mirar las nubes, a correr como loca en la calle, a hacer muecas y a hacer el ridículo sin pena, a no preocuparme por lo que digan los demás o por lo que no puedo cambiar.
Aprendí que es necesario cuidarme y amarme a mí misma para poder cuidar y amar a otros, al fin de cuentas lo más importante es la felicidad de mi hija y ella sólo será feliz si yo soy feliz.
La autora es dominicana, residente en Inglaterra.