Nueva ofensiva versus el periodismo
Todos ellos tienen otro rasgo en común: son incómodos. Abordan los temas que el poder —sea político o económico— prefiere que pasen por debajo de los radares en sus países.
Hugo Alconada Mon
A menudo, el poderoso busca acallar al periodista y, si no lo logra, desgastarlo y reducir su credibilidad. Por eso la complacencia ciudadana o su respaldo a la prensa independiente marcan la diferencia
Gustavo Gorriti tiene un cáncer de los bravos y quieren meterlo preso en Perú. Carlos Fernando Chamorro debió marcharse al exilio para no terminar en una celda de Nicaragua. Y Carlos Dada debió alejarse de El Salvador. Tampoco la tienen fácil muchos en Venezuela, México y otros países de la región. Pero peor está José Rubén Zamora, que lleva casi dos años preso en Guatemala, al igual que otros en el hemisferio, como Víctor Ticay. ¿Qué “delito” cometieron todos ellos? Informar. Son las víctimas de la nueva ofensiva que afrontan los periodistas independientes en América Latina en estos tiempos que corren.
Todos ellos tienen otro rasgo en común: son incómodos. Abordan los temas que el poder —sea político o económico— prefiere que pasen por debajo de los radares en sus países, que no levanten olas, para mantener el status quo que los beneficia. Pero como en el cuento de Hans Christian Andersen, estos periodistas son quienes alertan que el rey está desnudo. Mal que le pese a las vergüenzas del rey y sus vasallos. Muchas persecuciones son patéticas; otras, ridículas, aunque todas inquietantes.
Y siguen adelante. Gustavo Gorriti enfrenta un proceso penal en Perú porque reveló actos de corrupción en los que están metidos hasta el cuello la élite política y empresarial de su país. Pero el Estado peruano, en vez de avanzar contra los ladrones, amenaza con llevar a una celda a Gorriti, un gigante del periodismo de investigación continental, si no revela sus fuentes. Tan grotesco como suena, es así. Pero Gorriti no vacila, como tampoco vaciló ante el régimen de Fujimori y Montesinos, que llegó a secuestrarlo por, como ahora, dignificar el oficio. Cuando lo contacté hace unos días, agradeció el mensaje y, fiel a sí mismo hasta la tumba, me preguntó si tenía un teléfono que él buscaba para avanzar con otro artículo periodístico.
Siempre más. Carlos Fernando Chamorro y Carlos Dada están preocupados por Gorriti, mientras que ellos mismos lidian con sus propias tormentas. Ambos debieron marcharse de sus países, Nicaragua y El Salvador, por informar, también ellos, sobre el poder. Ni Daniel Ortega, ni Nayib Bukele son fans de sus investigaciones. ¿Por qué será? Para que quede claro: ¿todos los periodistas son carmelitas descalzas, como decimos en Argentina? No. ¿Hay corrupción y dobleces en nuestro oficio? Sí. Pero que quede claro, también: el poder jamás se queja de los periodistas serviles y acomodaticios porque esos son los primeros que se subordinan, difunden la propaganda oficial y rinden pleitesía. El poder persigue a los incómodos, a los que no puede doblegar ni comprar. A los que dicen, cuando en efecto es así, que el rey está desnudo, aunque enfurezca el rey.
Eso explica por qué José Rubén Zamora esté en una celda guatemalteca. Expuso la corrupción gubernamental. Y explica por qué Víctor Ticay fue condenado a 8 años de prisión en Nicaragua por informar sobre algo tan inocuo como una procesión religiosa. Pero, claro… era una procesión que el gobierno no había autorizado y que no quería que trascendiera. Los ejemplos se suceden, uno detrás de otro. La ONG Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad la tiene complicada porque a su directora, María Amparo Casar, se le ocurrió exponer la corrupción en el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador. ¡Pero a quién se le ocurre! Así que van por ella, acusándola de algo falso que supuestamente ocurrió hace 20 años. Y en Venezuela van por los directores de Armando.info, Roberto Deniz y Ewald Scharfenberg, con cargos falaces lanzados tres días después de que trascendió que difundiría un documental en Estados Unidos sobre el caso Alex Saab, junto a Frontline.
Por supuesto que amedrentar, perseguir y encarcelar periodistas no es algo nuevo, ni se acota a América Latina. Basta con recordar que la Academia Sueca le entregó el premio Nobel en 2021 a los periodistas María Ressa, de Filipinas, y Dmitry Muratov, de Rusia, por, justamente, su valiente labor bajo las condiciones más complejas. Ni tampoco es una cuestión de izquierdas o derechas. Y así es como los regímenes de Ortega y Maduro comparten prácticas reprochables con Bukele, y podemos recordar las diatribas de Donald Trump en Estados Unidos o las de Javier Milei en la Argentina que llevaron a varios periodistas de renombre —como Jorge Lanata y Jorge Fontevecchia— a alertar sobre las restricciones a la libertad de prensa que se viven en el país junto a la presidenta del Foro de Periodismo Argentino (FOPEA), Paula Moreno.
O la campaña de difamación que afronta Daniel Enz. Pero lo más notable es que, como Gorriti al frente de IDL Reporteros en Perú, muchos periodistas más o menos conocidos en todo el hemisferio comparten otro rasgo: no retroceden. Chamorro sigue liderando Confidencial desde el exilio y Dada continúa al frente de El Faro, al igual que Casar, Deniz, Scharfenberg, Fontevecchia, Lanata y tantos más. Son ejemplos de lo que Marty Baron, legendario director de The Washington Post, respondía cuando le preguntaban cómo lidiaban con los ataques de Trump: “We are at work, not at war”. Es decir: “Estamos trabajando, no en guerra”.
El punto clave, sin embargo, en todos estos casos, no pasa por los periodistas ni por el respaldo que cosechan de colegas de todo el mundo y entidades como el Centro para la Protección de Periodistas (CPJ, en inglés), la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), la Fundación Gabo o el National Press Club de Estados Unidos, entre tantísimos más, sino por los ciudadanos de cada uno de esos países. ¿Cómo es eso? A menudo, el poderoso busca acallar al periodista y, si no lo logra, desgastarlo y reducir su credibilidad social. Busca que la sociedad piense que “se lo merece” o, al menos, que “algo habrá hecho”.
Por eso, la complacencia ciudadana o el silencio cómplice con los ataques o, por el contrario, su respaldo a la prensa independiente marca la diferencia. Ya lo expuso Andersen en 1837: cuando al fin alguien —un niño, además— gritó que el rey estaba desnudo, la reacción social que siguió marcó el principio del fin. Porque los demás empezaron a cuchichear y luego a gritar que, en efecto, el rey estaba desnudo. Y entonces el soberano comprendió que sí, que tenían razón. No dejemos solos, pues, a los Gorriti de nuestro hemisferio.
(Fuente: El País)